Por Oscar Andrés De Masi
El año pasado se cumplió el 160º aniversario del nacimiento del gran pensador tradicionalista español Juan Vazquez de Mella, un autor que casi nadie lee ya, ni aquí ni en España. Quizá entre nosotros la mejor síntesis de su ideario la haya escrito Ruben Calderón Bouchet en una obra breve pero de enorme densidad, publicada hace ya más de medio siglo.
Comencemos aseverando que, bajo el prisma liberal, la tradición no existe, o más bien se reduce a la supervivencia de costumbres o instituciones o ritos sociales que se cumplen por un atavismo formalista, porque así debe ser y es políticamente correcto que sea. El supuesto tradicionalismo de la mayoría de los liberales es un conservadurismo, pintura de fachada, trompe l´oeil sin sustancia histórica, superestructura en packaging discursivo.
He aquí el engaño en que cayeron muchos que suponen que, para librar a los argentinos de un destino aciago debería regresar al gobierno una fuerza política en apariencia liberal, como el Pro. Porque, precisamente, el Pro es la encarnación de ese simulacro de valores tradicionales con apariencia de modernidad, cuya incoherencia ha quedado patente en el hecho de haber sido un presidente de aquel gobierno catastrófico quien instaló en la agenda legislativa el proyecto de ley del aborto que, a la postre, propiciaría el gobierno progresista que le siguió. Una vez más, las aguas liberales (en apariencia límpidas y bebibles) arrastraron los lodos de la izquierda.
Del otro lado, los progresistas populistas se complacen en acentuar la idea de que la Nación finca su unidad en el territorio común habitado en el presente o, peor aun, en la misma camiseta de futbol mundialista, todo ello vaciado de los sustratos espirituales que permiten dar cohesión al consorcio de familias diversas que conforman un país.
En definitiva, el progresismo socialdemócrata, ya sea de izquierda o de derecha, pretende reemplazar la tradición como nota sustantiva del carácter nacional, con la ideología, de la cual se desprenden unas agendas jadeantes y afanosas de novedad, fraguadas fuera de nuestras fronteras con financiamiento globalista, rupturistas por principio y cuyo quid reformista no responde al clamor profundo de un pueblo en crisis, sino al griterío demandante de unas masas en acto de movilización perpetua, alimentadas en forma continua a través del discurso multimediático y las redes sociales. Este es el caldo de cultivo donde profitan los políticos que son funcionarios crónicos y los cabecillas de las agrupaciones sociales, para concretar la demolición de la tradición.
Tan destructora es la fuerza de estas agendas que ni siquiera la Constitución liberal, ya incorporada a nuestro patrimonio histórico jurídico, se salvará de este reajuste integral, donde cada grupo alza un novedoso ethos “luchónico” y pretende a rajatabla tener vez más derechos y menos deberes sociales.
Si el tradicionalismo no se entiende como una presencia conjugada y decantada de valores en la sociedad, entonces es puro pretérito arqueológico y articulo de lujo suntuario de unas minorías lustrosas y, con algo de suerte, ilustradas (aunque en general se tate de los palurdos sin danzas ni canciones que rotuló Pemán).
El problema, aquí y ahora, es saber si esas fuerzas espirituales siguen existiendo en la sociedad argentina y conservan sus raíces históricas aun vivas, o son apenas el eco de un pasado venerable como una reliquia, pero inerte como una momia.
Se enarbola a “la patria” como oriflama, pero se trata de un slogan demagógico, una etiqueta vacía de sentido. Porque, en general, los estados modernos han sustituido la unidad intrínseca de la patria con la fuerza compulsiva de un Leviatán que nadie sabe a ciencia cierta de dónde recibe sus directivas tentaculares . El nuevo estado, como decía Vazquez de Mella, ya no reconoce ningún poder fuera de si mismo y tratará de destruir a todos aquellos poderes que la Nación haya ido creando históricamente por debajo de el. Su concepto del orden será, finalmente, policial e hipócrita: perseguirá en los ciudadanos las conductas que la nomenklatura practique en secreto.
¿Cuál es la solución? La respuesta quizá no la poseamos. Podría comenzarse por una palabra que puebla el léxico de Vazquez de Mella y que nuestra historia política conoció en el siglo XIX impostada en la persona de uno de los estadistas argentinos más brillantes, que fue Juan Manuel de Rosas: la “restauración”. Rescatar y restaurar lo que aun quede en el fondo de nuestra cultura devastada, recuperar lentamente los escombros de unos valores que alguna vez dieron nota, cohesión y timbre a nuestra Nación, pero que han sido desplazados por esta nueva subjetividad argentina que protesta contra las propias raíces hispano latinas (porque lo políticamente correcto es, ahora, inventarnos genealogías indígenas o afroamericanas, o mimetizarnos con el Imperio Norteamericano y sus alianza atlántica) y convierte en clichés vacíos las efemérides históricas que alternan en el almanaque, cuya única consecuencia práctica es el ocio poblado de series de Netflix que convidan los feriados nacionales.
Dijo Vazquez de Mella, y sus palabras, todavía, alcanzan una vigencia más perentoria que hace más de un siglo:
“El pueblo decae y muere cuando su unidad interna, moral, se rompe y aparece una generación enteca y descreída, que se considera anillo roto en la cadena de los siglos, ignorando que sin la comunidad de tradición no hay patria, que la patria no la forma el suelo que pisamos ni la atmósfera que respiramos ni el sol que nos alumbra, sino aquel patrimonio espiritual que han fabricado para nosotros las generaciones anteriores durante siglos y que tenemos el derecho de perfeccionar, de dilatar, de engrandecer, pero no de malbaratar, no de destruir, no de hacer que llegue mermado o que no llegue a las generaciones venideras…Sobre este derecho de la generación anterior y sobre ese deber de la generación que le sigue, está el fundamento jurídico de la tradición, que no puede ser negado sin asesinar a la patria…”
